A VECES ME QUEDO UN RATO ALLÍ

 

Me gusta volver a los cumpleaños de mesa en medio del pasillo. De aquella casa típica de pueblo. Con todos los vecinos alrededor del mantel blanco de papel.

 


De velas de colorines en la tarta de galletas y "flanín" hecha por mi abuela. Un manjar que siempre tenía un extra para mí, porque, la noche anterior, me dejaba terminar todo el relleno que sobraba, a cucharadas en el cazo que había estado calentándose en aquella cocina que tanto añoro. 

Y, aunque los amigos que me lean saben que siempre acababa enfadada (cosas del directo y de la sobreactuación de la "prota") eran las fiestas más espectaculares que recuerdo. 

Echando la vista atrás, me doy cuenta de que no necesitaba tanto. Y, sólo imaginando a mis abuelos y a mis padres preparando el evento, mis ojos se empapan. No recuerdo los regalos, sólo el sabor del chocolate y la sonrisa y el trasiego de mi abuela, pastel en mano. La cara de sorpresa de los amigos, que venían a verme y se quedaban solos, porque yo me encerraba en el cuarto en plan "diva". Para salir luego a jugar, como locos. Esas noches de verano yo no las cambio por nada. Y el Guadalmez de mi infancia, tampoco.

Yo no sé qué pasó allí. Ni qué pasó en mí. Pero suplicaba a mis padres que me llevasen a todas horas, a ver a los míos. Los llevo en el corazón, aún. Y, cada cumpleaños me acuerdo un poco de ellos. Mi mente se va al fresco de la noche, sentada en una silla de enea, en aquella calle, en nuestra calle. 

Porque mis vivencias allí son como un soplo de vida, de alegría y de vuelta a mi hogar, que eran ellos. Mis abuelos.

 Y, algunas veces, me quedo un ratito en aquel lugar y en aquel tiempo. Rodeada de buena gente y de risas. De solidaridad y de cariño.



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