TENER PUEBLO ES UNA NECESIDAD



Preparando maletas, todo listo. Nos vamos. 

 
Nos cuesta salir de la urbe, pero cuando decidimos hacerlo, no hay marcha atrás. Así que el pasado fin de semana nos tocó un poquito de Extremadura. 


Mi pueblo está cerca de La Mancha y de Córdoba, pero es extremeño. Perdido entre montañas, cuesta llegar si no lo vas buscando. Conserva aún casas de piedra, pintadas de blanco, de las que se hicieron antes de la guerra, y sobrevivieron a todo aquello. 

Para mí ir al pueblo es respirar y volver a aromas de mi niñez y adolescencia. Es asomarme al balcón y recordar esos domingos, cuando íbamos a Misa con el pelo aún mojado después del baño. Sí, yo iba a escuchar la Santa Misa. No había otra. Lo que no era optativo, era obligatorio. Y esas noches en las que ya se iba el frío y no nos llegaba nunca la hora de irnos a casa. Hablábamos y hablábamos en cualquier sitio. Sentados en el umbral pasábamos las horas, atentos los unos a los otros, sin más diversión que escucharnos. No había móviles, ni videojuegos. Jugábamos al «bote bote», a la «goma» o al «piso».

En invierno mi pueblo huele a lumbre y a choricitos asados. A ropa que se seca en el brasero. Con el frío el pueblo se duerme un poco, esperando despertar ya en Primavera. Y entonces ocurre el milagro. Se viste de verde y se adorna con los colores de las flores. Apetece sentarse en la terracita, ya en manga corta, y dejar que el sol te caliente un poquito. Salir al campo y pasear como si no tuviésemos que volver a la rutina al día siguiente. Contarle a mi hijo las historias del Castillo de Capilla, mientras tomamos el aperitivo, es uno de mis momentos preferidos. 

Cuando se baja del coche y me dice, «qué ilusión, ya estoy en mi pueblo», me doy cuenta de lo necesario que es pertenecer a un sitio. Tener raíces. Pero, también, de lo importante que es tener alas, y libertad. 

Y lo hicimos de nuevo. Paseamos por el campo, recordamos a los que ya no están, nos reímos con los que sí, disfrutamos de la familia, el sol nos enrojeció las mejillas, respiramos tan hondo como pudimos y cargamos la batería hasta la próxima, felices de haber vuelto al sitio al que pertenecemos. 

No es el único lugar especial para mí, pero es el pueblo que mi hijo ha disfrutado desde que era bien pequeño y sé, por experiencia propia, que ese lugar no se olvida nunca; mientras existan recuerdos bonitos, vive en nosotros.




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